martes, 17 de abril de 2012

El temporal y los olvidados de la historia


por Claudia Rafael

Los cartones débiles de las casuchas hacinadas no resistieron. El temporal desnuda pobrezas viejas. Arrasa techos y paredes. Deglute vidas. Hunde en oscuridades que persisten. Devora cuerpos sin nombre ni identidad en los villeríos de los arrabales de la gran capital y del conurbano poderoso. Símbolos de un país que muestra el pus de sus viejos venenos ante cada tragedia. Síntoma de un sistema que entregó y regaló sus riquezas a unos pocos y dejó desamparos y violencias.

10, 17, 20. Quién sabe. Son anónimos. Las suyas son historias exiliadas de las crónicas periodísticas. No hay edades. No hay nombres. No hay biografías. No hay trazos de humanidad. Hay números. Cifras vaivén. 10, 12, 16. Quiénes eran. Cómo vivían.

Facundo Correa tenía 14. Era jujeño pero vivía en el número 58 bis en la Manzana 24 de la Villa 21. Un álamo le destrozó la vida porque el refugio de su casita no resistió. Se supo apenas que sus papás reclamaban desde hacía 8 años para que la Ciudad Autónoma de Buenos Aires retirara ese árbol que le asesinó a su niño. Que nunca hubo respuestas en un Estado con ausencias y presencias pergeñadas con perversidad según la conveniencia.

Quién sabe cómo se llamaba la mujer de 52 a la que en Villa Tranquila se le derrumbó parte del galpón sobre el que había arropado sus días.

En la villa 21-24, a metros del Riachuelo, dicen que hubo otros tres muertos. Que tenían 12, 13 ó 14. Que eran adictos al paco. Que eran como pájaros descartados para el vuelo y la utopía. Que su techo era el cielo, una carcaza de auto abandonado y sus paredes un par de troncos olvidados. Que nadie sabe cómo eran sus nombres. Si alguien los había amado tan sólo una vez. Si en su piel se resguardaba la memoria perdida de un abrazo. Dicen que a uno lo derribó una viga. Que otro topó su paso frágil y torpe con cables electrificados. Son NN en una morgue.

Cuentan también entre las líneas de una crónica de la gran prensa que en “en el partido de La Matanza, voceros de la comuna indicaron que dos personas residentes de barrios humildes murieron tras recibir descargas eléctricas” y que “al sur del conurbano, en Florencio Varela, una persona murió tras la tormenta en Villa Mónica”.

Los grandes ojos mediáticos juegan la gran partida mientras tanto. Más allá de la frontera del distrito –batallaban los medios K- el gran responsable disfrutó las pascuas en la Patagonia y sus ministros en Punta del Este o en Miami. Más acá del límite –fustigaban los medios “de la opo”- la gran responsable adquiría velas aromáticas en El Calafate mientras los desarrapados del conurbano pagaban 10, 15 y hasta 20 pesos un manojo de velas de mala muerte. Unos y otros lejos del barro. Ajenos a Facundo. Ajenos a los muertos sin nombre. A la doña olvidada de Villa Tranquila. A los pibes vencidos por el veneno en la sangre y el cerebro. Lejos. Demasiado lejos todos.

“Edesur no tiene la culpa de la tormenta”, decía la voz anónima de la empresa en el trigésimo cuarto reclamo. “Edenor no puede entrar a reparar si Defensa Civil no quita los árboles”, protestaba otra voz anónima al teléfono. “Esto nos superó a todos”, decía el empleado del ente regulador creado en 1993 entre otras cosas para “proteger adecuadamente los derechos de los usuarios” y para “alentar inversiones que garanticen el suministro a largo plazo”. Eufemismos vanos en una realidad de empresas que no invirtieron más que en sus propios bolsillos durante años y que connivieron en la más plácida armonía con políticos de cada una de las gestiones.

Las pústulas de un cuerpo enfermo por décadas asoman ante cada tragedia. Desnudan la patología de un sistema cruelmente diseñado y que permanece intacto a través de los tiempos.

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“Haré, señor mío, cuanto de mí dependa en el sentido que usted me indica y me será permitido anticiparle que podré servirlo cumplidamente no sólo en esas negociaciones, sino en otras que pudieran presentarse. Respecto de lo que usted me dice de manifestarle lo que entiende que debe asignarme por retribución a mis servicios, creo que podemos fijar como base una cuarta parte de las comisiones o beneficios que usted perciba de las operaciones”, escribió Victorino de la Plaza a la casa bancaria del barón Emile de Erlangher, de París y recordado por Milcíades Peña en un libro sobre los límites del nacionalismo en el siglo XIX. El mismísimo Victorino de la Plaza que nombra un puente que andan y desandan cada día miles y miles que cruzan de capital a provincia. A pocos metros de las villas hiperpobladas que respiran y sudan las aguas más contaminadas y contaminantes del país.

Exactamente diez años atrás, el politólogo Eric Toussaint describía el plan maestro de Martínez de Hoz diciendo que “para obtener préstamos de los bancos privados, el gobierno exigía de las empresas públicas argentinas que se endeudaran con los banqueros privados internacionales. Las empresas públicas se convirtieron entonces en una palanca fundamental para la desnacionalización del Estado, a través de un endeudamiento que entrañó el abandono de una gran parte de la soberanía nacional”.

Luego, la estocada final de manos del menemato: privatización de las porciones más ricas del Estado, desregulación atroz de los mercados, precarización laboral más perversa, abandono a la nada de los trabajadores y una consigna de fuego que simboliza esos años. Ramal que para, ramal que cierra. Estocada mortal para el desclasamiento de millones.

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El 18 de agosto próximo se cumplirán 23 años desde la sanción de la Ley 23.696 de desguace público que terminaría de transformar al Estado de Bienestar en Bienestar de unos pocos. 23 años en los que cada nueva tragedia sigue mostrando el cuerpo malherido de un país que, como pocos transfirió tanto patrimonio y tanto poder económico en un lapso de tiempo tan reducido.

23 años más tarde se sigue viajando y muriendo en los mismos trenes regalados a la comunidad de los negocios. 23 años después, un temporal quita el velo de los ojos y muestra las vidas inermes de millones y las expone cruelmente sobre la mesa de los desamparos. La mitad de los muertos del temporal vivían en villas o asentamientos, aseguró La Nación.

De Moreno, Merlo o Haedo provenía el grueso de las víctimas de la masacre de TBA. Los mismos sitios en donde por los embates más cruentos de la tormenta viven miles aún sin techo y en oscuridad.

“No hay luz desde el miércoles a la noche. Y tampoco agua. Excepto unas pocas casas el grueso tiene bombeador. Es un barrio de laburantes. Las paredes precarias cedieron. Los árboles cayeron sobre los techos y los destruyeron. La gente no tiene dónde dormir. El viernes, a eso de las cuatro de la tarde, casi 300 vecinos se juntaron para reclamar que se restablezca el servicio eléctrico y para que la Municipalidad traiga bidones con agua. Cuando se cortó el paso a nivel del ferrocarril Sarmiento y cuando quisieron avanzar sobre las vías del tren, el cuerpo de infantería de la policía bonaerense comienza a lanzar gases lacrimógenos y a disparar balas de goma”, relató a APe Juan, un joven militante social de Merlo. Allí en donde después de 21 años sigue siendo amo y señor Raúl Alfredo Othacehé, "El vasco". Hombre del menemismo, del duhaldismo, histórico entre los barones del conurbano, fue el referente del kirchnerismo en su reinado.

“Hubo tres muertes en la villa. Hay varias personas internadas. Un chico murió el mismo miércoles; un nene murió electrocutado por un cable de alta tensión. Y el viernes murió otra nena que había sido también afectada por el derrumbe. La gente sigue con incertidumbre y sin tener respuestas. Y a los medios, no les interesa nada de esto. Pero cuando pasa algo así te llaman y nada es fácil. Uno se acostumbra a vivir de una manera, viviendo sobre el riesgo, con las casas a punto de derrumbarse. Pero es tu vida de todos los días”, dijo Julio Zarza, de Mundo Villa a APe. Nacido y criado en Villa 21 de Barracas, ese asentamiento nacido en los 40, desalojado violentamente en los años del Estado terrorista y nuevamente poblado y multiplicado desde los 90.

Facundo, la mujer de Villa Tranquila, los otros chicos de la Villa 21, las tres personas de La Matanza y Florencio Varela, tantos otros hundidos entre el fango, el agua, los árboles arrasados de cuajo por el viento, los cables o las vigas. Ya sin alas. Ya sin tiempo. Hermanados unos y otros sobre el baldío de todos los desamparos como la síntesis más abrumadora de las viejas deudas de la historia.

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