¿Un imperio transnacional?
La teoría de la transnacionalización global subraya tendencias reales hacia la asociación mundial del capital y la gestión concertada de la tríada. Pero el enfoque retoma la tesis ultra-imperial y tiene puntos de contacto con el globalismo convencional.
No existen evidencias de nivelación capitalista mundial. Al contrario, las brechas entre países se acrecientan y persisten los bloqueos a la movilidad irrestricta del capital y el trabajo. El globalismo confunde integración con transnacionalización de las clases dominantes.
Ese enfoque ignora el rol central de los viejos estados nacionales en el avance de la mundialización y desconoce que las configuraciones de clases son procesos históricos que no se modifican en décadas. También omite que las incipientes estructuras globales están muy lejos de cumplir funciones estatales básicas y que el capital no existe como entidad unitaria multinacional. La ausencia de un ejército globalizado desmiente las exageraciones transnacionalistas.
La interpretación del imperio global que plantean Negri y Hardt tuvo gran repercusión en los últimos años. Este enfoque destaca el inicio de una nueva era post-imperialista, que supera la vieja etapa de capitalismo nacional e intermediación estatal. Considera que el capital y el trabajo se oponen por primera vez en forma directa a nivel mundial y estima que todas las fracciones dominantes han quedado enlazadas en una red compartida de instituciones globales (FMI, OMC, ONU). (1)
Esta visión remarca la disolución de los viejos centros. Destaca que el actual imperio es un no lugar, que consuma el descentramiento territorial y asegura la movilidad irrestricta del capital. Plantea que en este período las fronteras se han disuelto y perdieron sentido las antiguas denominaciones de Primer y Tercer Mundo. Señala, además, que ninguna potencia comanda la globalización en curso y estima que las características de este proceso son el quebrantamiento de la soberanía, la unificación del centro con la periferia y la irrupción de poderes múltiples y dispersos. (2)
Negri y Hardt subrayan la ausencia de liderazgo imperial. Presentan un mundo sin centros territoriales o fronteras fijas. Consideran que se han superado las disputas por la hegemonía. Entienden que el capital opera con el respaldo de instituciones mundiales, a través de empresas transnacionales, que no necesitan auxilios estatal-nacionales. Destacan que el mercado global reúne a los capitalistas norteamericanos, europeos, árabes y asiáticos en un sistema común, que ha eliminado las viejas diferenciaciones militares, políticas y culturales. (3)
En esta amalgama se afianza una clase dominante globalizada, que prescinde de la vieja localización geográfica. Sustituye la actividad industrial por economías de servicios informatizados, refuerza el desplazamiento del capital e incrementa los entrelazamientos de la propiedad. (4)
Pero ambos autores sostienen que en esta transformación Estados Unidos cumple un papel central: transmite sus estructuras y valores ya internacionalizados al conjunto del planeta. La primera potencia se esfuma dentro del nuevo sistema y a pesar de la supremacía del Pentágono o la incidencia del dólar, diluye todas sus connotaciones específicamente norteamericanas. Este proceso simultáneo de perdurabilidad y desaparición de Estados Unidos, diferencia al imperio contemporáneo del viejo imperialismo que lideraban las potencias europeas. (5)
La influencia norteamericana se expresa también en la universalización de los elementos democráticos que contiene la Constitución de ese país. Los derechos internacionales y el funcionamiento de la Naciones Unidas retoman especialmente esa tradición de humanismo wilsoniano, adversa al colonialismo europeo. (6)
El afianzamiento de estas estructuras se encuentra sin embargo socavado por una agresividad imperial incentivada por el apetito de las empresas transnacionales. La presión ejercida por estas compañías opera como un poder aristocrático, que amenaza las atribuciones de los funcionarios y recorta la influencia del pueblo norteamericano.
Estas adversidades se transmiten a su vez al plano global, socavando la consistencia del imperio y generando procesos de regresión, comparables a la decadencia sufrida por Roma. La trayectoria seguida por ese antecedente de la Antigüedad tiende a repetirse y determina el curso declinante del capitalismo globalizado. (7)
Percepciones y afinidades
Esta teoría de la transnacionalización global subraya la presencia de cambios cualitativos que se sintetizan en el concepto de imperio. Esta difundida noción es utilizada por numerosos autores con significados disímiles. Algunas interpretaciones aluden a nuevas modalidades de intervención de las grandes potencias y otras señalan la existencia de acciones económicas e iniciativas geopolíticas de Estados Unidos. Algunas miradas identifican la noción con la existencia de una etapa superior del imperialismo. (8)
Esta popularidad del término imperio obedece a su captación de ciertas tendencias contemporáneas de asociación mundial del capital y gestión concertada de la tríada. El concepto también registra la vigencia de formas de administración para-estatal a escala global, que han surgido junto a la internacionalización del comercio, las finanzas y la producción.
Negri y Hardt perciben acertadamente que la OMC, el FMI y el G 20 intervienen en la administración de la macroeconomía global, estableciendo normas de libre-comercio, regulaciones bancarias y políticas de gasto publico. Estas iniciativas se negocian en los períodos de calma y se coordinan en forma abrupta en las crisis. Son acciones que requieren un grado de consenso, que no existía en la era del imperialismo clásico.
Ambos autores realzan también correctamente el rol mundial que actualmente juega Estados Unidos, en contraposición al viejo papel que tuvieron las potencias europeas. Destacan el mayor de grado de mundialización norteamericana y remarcan la gravitación global de la ideología gestada en ese país.
En varios planos existen numerosas semejanzas entre este enfoque y la visión expuesta por Kautsky. Retomando la previsión del líder socialdemócrata se estima que los capitalistas de distintos países han alcanzado un alto grado de asociación, forjando de hecho oligopolios ultra-imperiales. La principal similitud radica en observar a este proceso como un desenvolvimiento acabado. Lo que a principio del siglo XX se discutía como tendencia eventual del sistema, es visto ahora como una realidad consumada.
El enfoque de Hardt y Negri es muy crítico con el neoliberalismo, pero tiene ciertos puntos de contacto con el globalismo convencional que caracteriza a esa doctrina. El parentesco aparece especialmente en la presentación de la mundialización como un proceso de total disolución de las fronteras nacionales.
Heterogeneidad y jerarquías
Negri y Hardt resaltan la presencia de un nuevo espacio liso en el mercado mundial, que permite realizar transacciones homogéneas entre las distintas empresas. Consideran que la decreciente gravitación de los estados y las fronteras, reduce las interferencias a las actividades de esas compañías.
Pero no existen evidencias de un nivel tan avanzado de globalización. Los partidarios de este enfoque eluden la presentación de indicios que corroboren su diagnóstico. Desconocen que el neoliberalismo no emparejó el sistema mundial, sino que incrementó todas las desigualdades de la economía. Recreó las distintas polarizaciones que impiden conformar un terreno nivelado de transacción capitalista.
Ciertamente el grado de integración del mercado mundial contemporáneo supera los parámetros del pasado. Pero esta internacionalización no se procesa a través de equiparaciones, sino mediante crecientes fracturas.
Los defensores de la tesis transnacional reconocen esas desarmonías, pero las sitúan exclusivamente en plano social. Estiman que los cortes geográfico-nacionales han perdido relevancia, en un proceso que solo profundiza las inequidades de los ingresos. Consideran que la polarización entre ricos y pobres se universaliza, diluyendo las viejas distinciones entre el centro y la periferia.
Pero es evidente que la distancia existente entre los países africanos y Estados Unidos o entre Centroamérica y Europa Occidental no se ha extinguido. El abismo histórico que separa a estas regiones persiste en todos los terrenos.
Estas fracturas se pierden de vista, cuando se identifica el avance de la mundialización con la movilidad plena del capital. Se supone que esa flexibilidad genera de hecho automáticas inversiones en las regiones más rezagadas, en desmedro de las zonas que alcanzaron su madurez económica.
Pero el libre-comercio, la desregulación financiera y el despliegue de las empresas transnacionales no consuman la redistribución del capital disponible hacia las áreas relegadas. El bloqueo a esa equiparación perdura por la propia imposibilidad que enfrenta el capitalismo, para concretar una adaptación automática a los requerimientos óptimos de la acumulación.
El capital no puede emigrar irrestrictamente de un país a otro, sin afrontar elevados costos de traslado de las plantas y consiguiente pérdida en las inversiones de larga maduración. Esa relocalización tampoco encuentra espontáneamente los insumos específicos, los recursos naturales y la fuerza de trabajo requerida por las distintas empresas.
Estas limitaciones son mucho más explícitas en el terreno laboral. La mundialización no redujo las barreras a la inmigración masiva hacia los países centrales. Los gobiernos de Europa y Estados Unidos erigen muros para frenar el ingreso de extranjeros e invierten fortunas en la persecución de los trabajadores ilegales.
El capital solo promueve cierta movilidad internacional controlada y acotada de la fuerza de trabajo, para debilitar a los sindicatos y abaratar los salarios. Pero obstruye las corrientes masivas de inmigración que desestabilizan el orden capitalista.
Los teóricos del globalismo desconocen esta variedad de impedimentos, que obstruyen la constitución de un espacio homogéneo a nivel mundial. Aunque despliegan un razonamiento contestatario, están muy influidos por las concepciones neoclásicas que identifican el desarrollo de capitalismo con la creciente “movilidad de los factores”. Esta mirada supone que el mercado tiende a erradicar los obstáculos que impiden la asignación óptima de los recursos, en función de las señales de rentabilidad. Ese imaginario mercantil está presente en la descripción de la globalización como un proceso sin trabas fronterizas.
El mismo razonamiento está emparentado con las concepciones pos-industrialistas, que postulan la superación de la vieja estructura manufacturera por una nueva economía basada en el conocimiento, los servicios y las redes informáticas. Suponen que el capitalismo global opera con desplazamientos automáticos en función de la rentabilidad que calculan las computadoras. Estiman que Internet elimina los escollos de inmovilidad e inflexibilidad que caracterizaban al industrialismo. (9)
Este enfoque globalista confunde la aceleración informática de la reproducción del capital, con la constitución de un universo homogéneo. Olvida que esa transformación tecnológica aceleró la producción y la circulación de las mercancías, profundizando a mismo tiempo los desequilibrios del sistema y creando nuevas polarizaciones nacionales y regionales.
Las empresas transnacionales continúan compitiendo y lucrando con las diferencias de salarios y productividades, que la propia acumulación renueva a escala global. La mundialización del capital y la transformación informacional recrean esas fracturas, para incrementar las ganancias extraordinarias. Por esta razón las compañías concentran sus actividades calificadas en los centros y trasladan la fabricación en masa a la periferia. Al desconocer esta segmentación, la tesis globalista pierde contacto con la realidad.
Sus teóricos confunden la efectiva asociación entre capitales de distinto origen, con la inexistente fusión de esos fondos. Olvidan que el capital nunca ha existido como entidad unitaria. Es cierto que se acrecientan las alianzas transatlánticas y transpacíficas que socavan la vieja cohesión nacional del capitalismo. Pero la nueva configuración no abre un escenario de entrelazamientos de cualquier tipo. Tiende a forjar acuerdos en torno a ciertos lazos preexistentes de proximidad histórica, conexión regional o confluencia estratégica.
La mundialización tampoco desemboca en el descentramiento geográfico. Las principales empresas del planeta continúan localizadas en ciertas zonas, sintonizan con la gestión imperial de la tríada y buscan la protección político-militar del Pentágono. Por esta razón las principales decisiones preservan un alto grado de centralización, a la hora de definir mayores agresiones imperialistas (Medio Oriente) o nuevas intervenciones económicas (rescates bancarios).
La mirada transnacionalista exagera los cambios generados por la mundialización. Convierte tendencias potenciales en realidades consumadas y razona con abstracciones desligadas del curso real del capitalismo contemporáneo.
Transnacionalización de clases
Los teóricos globalistas consideran que las clases capitalistas han quedado reconfiguradas como bloques transnacionales, por el avance registrado en la conformación de empresas y bancos multinacionales. Consideran que esos sectores actúan a través del FMI y la OMC y rivalizan entre sí, mediante alianzas transversales, cosmopolitas y divorciadas de los estados. (10)
Esta mirada detecta la existencia de un salto real de la internacionalización de los negocios que modifica las estructuras multinacionales. Destaca acertadamente que este desenvolvimiento no es capturado por los viejos parámetros de medición del ingreso o el producto nacional. También puntualiza que la inversión extranjera y el peso de los organismos mundiales son importantes barómetros de ese cambio.
Pero este proceso sólo potencia la integración y no la transnacionalización de las clases dominantes. El primer concepto destaca que se multiplican cursos de asociación a partir de los estados existentes, sin generar las fusiones completas de empresarios de distinto origen nacional, que supone la segunda noción. El entrelazamiento internacional de los grupos dominantes es un proceso complejo, que no se consuma en forma espontánea, ni está guiado por decisiones auto-reguladas de sus artífices. Sin la acción determinante de los viejos estados nacionales, no hay forma de concertar esos acuerdos.
Sólo una elite de altos funcionarios de los distintos países cuenta con la experiencia, la capacidad y la fuerza político-militar suficiente, para acordar reglas de juego más internacionalizadas. Por esta razón la integración multinacional no es una obra descentrada de capitalistas dispersos. Constituye un proceso viabilizado por presidentes, ministros, diplomáticos y generales.
Algunos teóricos transnacionalistas reconocen este papel institucional, pero localizan exclusivamente su vigencia en los organismos mundializados. Consideran que en esas instituciones actúan las burocracias especializadas que timonean la globalización.
Pero dentro de esos organismos también rigen principios de jerarquía nacional. Los representantes de las grandes potencias reinan sobre una masa de delegados con escaso poder. Un funcionario de Gabón o Samoa no tiene el mismo peso que sus colegas de Japón o Francia y padece en carne propia las desigualdades de la mundialización. Los agentes más influyentes actúan en esos ámbitos como representantes de estados nacionales, que coordinan estrategias regionales o globales.
Existen fracciones del capital muy internacionalizadas que negocian sus intereses dentro de la OMC o el FMI. Pero su principal ámbito de influencia continúa situado en los estados de origen. Allí operan los grupos de presión, que hacen valer los intereses de esos grupos.
Una compañía automotriz estadounidense o un banco inglés imponen primero sus peticiones en los organismos de su propio país. En ese terreno consuman las fusiones y definen las acciones competitivas, que luego proyectan al escenario internacional. Este complejo sendero es ignorado por la simplificación transnacionalista, Ignora que los negocios globales se llevan a cabo a partir de basamentos estatal-nacionales.
Estos cimientos obedecen al insustituible rol mediador que cumplen los viejos estados. La gravitación de esas estructuras salta a la vista, por ejemplo, en el funcionamiento del complejo industrial-militar norteamericano. Aunque este sector globalice su provisión de insumos, depende de un mercado cautivo solventado con impuestos y orientado por las prioridades de un estado.
Los teóricos globalistas suelen afirmar que la preeminencia de accionistas de estadounidenses, japoneses o británicos, ya no incide sobre el desenvolvimiento de las compañías globales. Pero esta indiferencia sólo existe en puntuales actividades financieras. La pertenencia a dueños de distintos países continúa influyendo decisivamente sobre el curso de la firma.
Algunos autores transnacionalistas suponen que estas nacionalidades carecen de importancia en la era “cosmocracia global”. Pero la creciente internacionalización de la gestión no tiene el mismo peso, que la limitada globalización de la propiedad. Esta última restricción sigue pesando y desmiente la existencia de clases capitalistas dominantes plenamente transnacionalizadas. El globalismo presenta como una realidad consumada, lo que apenas despunta como una tendencia de final desconocido. Es cierto que la burguesía norteamericana se asocia con sus homólogos de Japón o Europa, pero concreta esta integración a través de gobiernos y estados diferenciados, que negocian aranceles, impuestos y políticas monetarias, en función de intereses divergentes.
El globalismo olvida que las burguesías son configuraciones históricas, que no puede diluirse al cabo de pocas décadas de internacionalización económica. Por esta razón el creciente entrelazamiento coexiste con la persistencia de brechas históricas. El status radicalmente divergente que separa a la burguesía venezolana de su par estadounidense perdura con la misma intensidad, que divide los homólogos de Ecuador y Francia.
Las clases dominantes que han manejado el mundo no se disuelven súbitamente en conglomerados conjuntos con sus pares de la periferia. Existe una mayor presencia global de los grupos capitalistas de países subdesarrollados, pero esta injerencia no los convierte en partícipes de la dominación mundial. La internacionalización se procesa en un marco jerarquizado.
Ni siquiera la ideología de los segmentos más internacionalizados de las clases dominantes proviene de valores totalmente multinacionales. Absorbe los postulados pro-capitalistas que ha universalizado el americanismo, confirmando también una nítida raíz nacional. Al desconocer el continuado protagonismo de los estados, el transnacionalismo no capta el carácter conflictivo de la mundialización en curso.
¿Estado transnacional?
Los teóricos globalistas consideran que un estado transnacional ya se ha forjado en torno a la ONU, el FMI, la OMC u otros organismos supranacionales. Estiman que este orden jurídico reemplaza las viejas soberanías y crea nuevas funciones ejecutivas y legislativas globalizadas. (10)
Pero las incipientes estructuras mundiales se encuentran a años luz de cumplir funciones estatales básicas. No ejercen el monopolio fiscal o militar y carecen de legitimidad política para sostener decisiones estratégicas. Las normas que comienzan a debatirse a escala global, necesitan algún tipo de convalidación política nacional.
También ha quedado acotada la transferencia de soberanía. Los foros mundiales operan como ámbitos de negociación entre potencias, que adoptan sus definiciones en el terreno nacional. El salto registrado en la internacionalización se procesa a través de los estados existentes. Lejos de auto-disolverse, estas instituciones determinan el alcance y los límites de las acciones paraestatales, que se desenvuelven a nivel mundial. Lo que ha imperado en las últimas décadas no es una autoridad global, sino formas de gestión imperial colectivas que están sujetas a los mandatos de las grandes potencias.
El funcionamiento jerarquizado de los propios organismos supranacionales ilustra estas limitaciones. Los principios de igualdad formal que imperan en los estados nacionales modernos, no se extienden a los entes globalizados. Esta carencia obedece en última instancia a la inexistencia de una burguesía mundial.
En las Naciones Unidas gobierna un Consejo de Seguridad de cinco países con derecho a veto y en la OMC prevalecen los grupos de presión. Por su parte, el FMI no impone a Estados Unidos los planes de ajuste que aplica en Bolivia y en los cónclaves presidenciales, la selección es más explícita. Se reúne el G8 o el G 20 y no un G 192 de todas las naciones existentes.
El transnacionalismo ignora esas restricciones básicas del contexto contemporáneo e imagina una defunción del estado nacional, muy semejante al enfoque neoliberal. Esta visión propagan los mitos de un auto-gobierno mercantil-capitalista, independizado del sostenimiento estatal.
El carácter fantasioso de estas miradas salió a flote durante las crisis financieras recientes, que incluyeron fuertes socorros estatales a los bancos. Esta reaparición explícita del estado nacional moderó las divagaciones neoliberales. Pero también en el funcionamiento económico corriente se verifica un alto grado de conexión de las empresas con los viejos cimientos estatal-territoriales. Este vínculo define la forma en que se localizan las actividades de las firmas, preservando la gestión del diseño o comando financiero en las casas matrices.
Otro ejemplo contundente de esta gravitación estatal-nacional se observó en el auxilio a General Motors durante el 2010. La empresa emblema del capitalismo norteamericano tiene filiales en todo el mundo, pero a la hora del quebranto, el socorro corrió por cuenta del Congreso estadounidense. Esta institución administra también la reorganización de la firma.
Podría argumentarse que la financiación de este rescate se sostuvo con los préstamos internacionales que toma el estado norteamericano. Pero justamente allí se verifica la mediación central de una entidad de origen nacional, que emite bonos del tesoro garantizando su respaldo y circulación. La persistencia de estos vínculos no niega el cambio introducido por la mundialización. Simplemente recuerda que las compañías no han perdido contacto con sus viejas jurisdicciones.
Lo novedoso de la época actual es el techo que ha impuesto la asociación internacional de capitales a las rivalidades tradicionales. Pero esta limitación no diluye los choques competitivos. Las tensiones europeo-norteamericanas por la primacía de Boeing o Airbus en el negocio aeronáutico, las divergencias en torno a los subsidios agrícolas o las disputas sobre aranceles al acero son los ejemplos más visibles de estas pugnas.
La visión globalista confunde el carácter acotado de estos conflictos con la desaparición de sus protagonistas. Olvida que las tensiones entre estados y bloques no han quedado reemplazados por confrontaciones directas entre empresas (tipo Toyota-General Motors versus Chrysler-Mercedes Benz). La mundialización no sustituye los viejos conflictos por pugnas verticales entre nuevos entramados de socios cosmopolitas.
La perdurabilidad de los estados nacionales obedece, en última instancia, a la inexistencia del capital como entidad unitaria multinacional. El modo de producción vigente funciona a través de fracciones y alianzas, que se desenvuelven a través de batallas competitivas auxiliadas por los estados.
También en este plano los globalistas exageran la gravitación de tendencias aún embrionarias. Suponen que el capitalismo ha consumado un acortamiento tan radical de su ritmo histórico, que le permite alumbrar estados mundiales en forma vertiginosa. No perciben el carácter mayúsculo de esa eventual transformación.
Sus teóricos afirman que el estado nacional no es inmanente al capitalismo y constituye una entidad sustituible. Afirman que ese reemplazo se ha tornado necesario, para orientar los procesos macro-económicos que impone la mundialización. Consideran que el estado transnacional ya cobró forma y sólo es invisible para quiénes razonan con criterios “estado-nacional céntricos”. (12)
Este planteo recuerda que las estructuras del capitalismo se modifican en función de la acumulación. Pero supone que esa dinámica es automática y sigue pautas funcionalistas de estricta adaptabilidad del estado a los imperativos del sistema. Por eso omite las desincronizaciones existentes, entre la mundialización de los negocios, las clases y los estados. Estas dos últimas estructuras no acompañan la velocidad de la inversión y están desfasadas de la dinámica inmediata del beneficio. Estas asimetrías obedecen al carácter distintivo del capital y del estado. Son entidades cualitativamente diferentes, que no pueden homologarse.
El capitalismo depende de una estructura legal sostenida en la coerción y provista por los estados. Estas instituciones se desenvolvieron en cierto entorno territorial y en una variedad de estructuras que aseguran la reproducción global.
Los globalistas olvidan este origen y suponen que la mundialización del capital puede alumbrar en forma mecánica, procesos de internacionalización equivalentes en todos los terrenos. No percibe que ese empalme es ilusorio. El capitalismo tiende a la globalización, pero un estado mundial es por el momento inconcebible. La magnitud de los desequilibrios que debería afrontar para alcanzar ese status lo tornan impensable.
Es cierto que el estado no es inmanente al capitalismo, pero su modalidad nacional (y la nítida separación entre esferas económicas y políticas) son propias de este régimen social. No hay que olvidar que el estado-nación emergió en cierto radio territorial durante el ocaso del feudalismo. Como es una institución que no deriva de la naturaleza del capital, podría sufrir diversas mutaciones bajo el modo de producción vigente. Pero esa eventualidad es muy especulativa. Lo que ha permitido la existencia del capitalismo es una variedad de estados nacionales, que continúan operando como pilar de una nueva acumulación a escala global.
Carencia de mediaciones
La teoría de la globalización consumada supone que ya opera una fuerza coercitiva mundial al servicio de clases dominantes transnacionalizadas. Considera que ese papel imperial es jugado por la ONU y la OTAN y afirma que la custodia del sistema no es ejercido por ninguna potencia particular. Estima que Estados Unidos actúa al servicio de un poder global, que ha perdido centralidad y que auxilios indistintamente a todos los capitalistas de variado origen. Supone que esa ausencia de favoritismo nacional determina el nuevo status quo global. (13)
Pero ese escenario exigiría la presencia de tropas internacionales en un ejército globalizado bajo mandos compartidos. Esa institución no existe en ninguna parte y es solo congruente con las teorías geopolíticas simplificadas, que suelen reducir todos los conflictos internacionales a choques entre la civilización y el terrorismo, la democracia y las dictaduras o el progreso y el atraso.
Los teóricos del imperio impugnan esas presentaciones y denuncian el encubrimiento de las sangrientas tropelías que sufren los pueblos oprimidos. Pero desenvuelven este cuestionamiento aceptando ciertos diagnósticos globalistas. Suponen que el poder transnacional confronta con las aspiraciones populares, sin ningún entrecruce de fronteras, países o ejércitos nacionales.
La desconexión de esta visión con la realidad salta a la vista. El gran gendarme mundial actúa con banderas norteamericanas, está dirigido por el Pentágono y opera por medio de bases militares estadounidenses. Esta centralidad de Washington es reconocida por los transnacionalistas. Pero consideran que esa intervención se consuma al servicio de todas las clases capitalistas globalizadas.
Esta mirada tiende a concebir al Pentágono como un servidor de la ONU, que envía las boinas verdes a los escenarios bélicos comandados por los cascos blancos. Lo que no se capta es la relación complementaria que existe entre rol mundial y nacional, que desarrolla Estados Unidos.
La primera potencia opera como protectora del orden global, utilizando sus propias fuerzas armadas y sin disolver su ejército en tropas multinacionales. Es un actor central del imperialismo contemporáneo, que mantiene su propia singularidad. Apuntala a los dominadores de todo el planeta, utilizando sus propias instituciones estatales.
Esta dialéctica es imperceptible cuando se omiten las mediaciones requeridas para comprender al capitalismo contemporáneo. Siguiendo el mismo enfoque reductivo que diagnostica la constitución de clases y estados transnacionales se supone la abrupta aparición de ejércitos globales.
La visión globalista confunde la integración de las clases con una súbita fusión y la coordinación de los estados con una automática transnacionalización. Con este tipo de razonamientos la protección militar norteamericana queda identificada con el belicismo cosmopolita. Hay una omisión de los conceptos intermedios, que resultan insoslayables para notar el rol singular de Estados Unidos, dentro de un sistema global de múltiples estados.
El gendarme norteamericano ejercita su hegemonía mediante el uso de la fuerza, combinando acciones imperiales (al servicio de todos los opresores) con incursiones hegemónicas (de reafirmación de su poder específico).
Los globalistas sólo registran las acciones colectivas, sin captar la existencia de incursiones peculiares de cada potencia. Como postulan la vigencia de una “era post-imperialista” deberían interpretar el despliegue de la IV flota estadounidense por las costas de América Latina como una arremetida global, que favorece los intereses del capital francés, japonés o alemán. No pueden constatar algo tan obvio, como es la continuidad del status de patio trasero que el gigante del Norte les asigna a sus vecinos del sur.
Esta ceguera también impide notar que las agresiones imperiales están socavadas por las tensiones internas, que imponen los choques entre intereses globales y hegemónicos. Como suponen que la primera categoría ha digerido a la segunda, interpretan cualquier conflicto entre las potencias metropolitanas, como reyertas internas de un mismo bloque.
De esta forma una desavenencia entre Francia y Estados Unidos frente a la política en Medio Oriente es vista con el mismo catalejo que un choque entre neo-conservadores y liberales norteamericanos. Las tensiones entre Sarkozy y Bush son ubicadas en el mismo plano que las disputas entre republicanos y demócratas. Como los capitalistas han perdido su nacionalidad, sólo compiten en forma transfronteriza.
Las dificultades para explicar con este criterio cualquier crisis geopolítica contemporánea son muy evidentes. La mirada transnacionalista brinda pistas para comprender las transformaciones del imperialismo contemporáneo. Pero su atadura al globalismo convencional le impide desenvolver en forma positiva esas intuiciones.
por Claudio Katz
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