por Betty Jouve
Soy docente. Mi trabajo es enseñar, y lograr que los chicos aprendan.
Claro que para poder abocarme a esta noble tarea, desarrollo algunas otras colaterales. Intento que los niños convivan en los recreos, que no se peleen, que descubran un sentido a todo lo que la escuela ofrece, que puedan proyectarse en el futuro a pesar de los pesares del presente. Intervengo cuando por causas diversas faltan a la escuela: si no tienen zapatillas, las busco. Si les faltan los lápices, los compro. Si no tienen libros, saco las fotocopias. Si lloran, busco palabras que consuelan. Organizo, vendo y compro rifas para la cooperadora, organismo que sostiene a nuestro viejo edificio. También preparo comidas para la feria de platos los días de actos patrios. Con lo recaudado se arreglarán vidrios y se cambiarán lamparitas para poder enseñar mejor. Por supuesto que además de hacer comidas, preparo los numeritos para el acto: ensayo, invento guiones de obras de teatro, donde participen todos y con poco texto, por si ese día el micrófono no anda.
Humildemente, intento que el mandato social se cumpla y “educar al soberano”.
Muchas veces escucho decir que será la educación la que cure todos los males sociales: la pobreza, la exclusión, y hasta la famosa inseguridad. Dicen que con la educación vendrá la inclusión de la mano. Aún así, no creo que mi trabajo sea más loable que otros. Trato de llevarlo adelante con responsabilidad, aunque a veces no me quede claro donde empieza y donde termina.
Trabajo cuatro horas y media en Primaria, adentro de la escuela. Algunos días mi horario de salida se alarga porque a algún niño no vinieron a buscarlo. En ese caso, me quedo hasta que algún familiar note la ausencia del pequeño. Más de una vez me llevo la escuela a mi hogar, a mis sueños, a mis charlas en familia, al café con los amigos. Por eso me cuesta demasiado sacar el cálculo de cuántas son mis horas extras.
Como soy bastante antigua, me corresponden cuarenta y cinco días de licencia anual ordinaria. Nunca gocé de tres meses de vacaciones, aunque confieso que más de una vez pensé que me hubieran hecho falta.
Vi empezar veinticinco ciclos lectivos. Es decir, veinticinco años empezando clases. Muchos con huelgas largas, muchos con marchas. No me olvidaré nunca del dos mil siete, el año que asesinaron a Carlos Fuentealba. Rabié, marché, lloré, grité junto a miles por el maestro asesinado por defender su salario. El que mataron y años después homenajearon en los discursos oficiales.
Los padres de mis alumnos siempre fueron empleados, obreros, changarines, y desocupados. Porque siempre elegí escuelas públicas de barrio. Más de una vez intentaron enfrentarnos, pero creo que, afortunadamente, no lo lograron.
Muchos de los papás no tienen un trabajo estable. Compruebo todos los días que esto produce serios problemas en la subjetividad de los pibes. Trato de afrontarlo, de hacer del territorio de la escuela el mejor lugar posible. Por supuesto, no siempre lo consigo. Mi estabilidad laboral la alcancé a través de concursos y a lo largo de varios años. Reemplazante, interina, algunos meses me quedé sin trabajo. Hasta alcanzar la titularidad. No fue el dedo de nadie el que me asignó un cargo, tampoco lo conseguí por ser “la hija de”. Será por eso que puedo mirar de frente a los papás que me vienen a decir que se quedaron sin empleo, que le tenga paciencia al nene, que las cosas en la casa están difíciles. Puedo mirarlos a los ojos y leer en ellos, comprender y aunque más no sea acompañar tanto dolor.
En algunas ocasiones me enfermo. No me siento distinta en esto a lo que les pasa a otros trabajadores. Los que deben hacer sus tareas parados, sentados en malas posiciones, manejar máquinas, levantar demasiado peso. Es que las condiciones de trabajo no son neutrales, producen marcas en el cuerpo y en la mente. La especificidad del mío está dada por trabajar con niños durante muchos años, sufrir sus sufrimientos, vivir sus alegrías, abordar sus problemas, atender y dar respuestas a las preocupaciones de sus padres. Pero mi escuela no queda en medio de la nada. Está ubicada justo en el centro de una profunda crisis social que avanza. Últimamente noto que me canso más, y no lo atribuyo solamente al paso de los años.
En este país que parimos con dolor veo crecer a los chicos, pasar generaciones. Transmito conocimiento, cultura, valores. Puede que más de una vez me equivoque, pero puedo transformarme y crear desde la adversidad. ¿Será esto lo que me transforma en privilegiada?
Mi salario es el dinero que recibo a cambio de mi trabajo.
El precio lo pone el gobierno. Este año las cifras para el maestro que recién se inicia oscilan entre 2.800, 3.200 o 4.025. De acuerdo a la provincia en la que deba desempeñar su cargo.
Si el salario indica el valor del trabajo, pareciera que el trabajo de un maestro no vale tanto. Al menos no tanto como el de un legislador que gana diez veces más y que recibió el cien por ciento de aumento en su dieta. Su dieta ha de ser bastante más balanceada que la mía, que la de ella, que la de usted, que la de tantos.
Soy docente. Mi trabajo es enseñar, y lograr que los chicos aprendan.
Jouve es docente, Lic. en Ciencias de la Educación y escritora; autora de "¿Se nace o se hace? Crónicas de una maestra"
domingo, 11 de marzo de 2012
Soy docente
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