domingo, 9 de febrero de 2014

Transformar o subsidiar el desencanto 

por Silvana Melo 

Pocas verdades tan incontrastables: la vulnerabilidad de centenares de miles de chicos y chicas, su horizonte demasiado a mano de su nariz, su planeta del desencanto, su fatalidad ante un mundo que creen intransformable, son hijos y nietos de las últimas décadas de infamia.

Hijos y nietos de la Argentina estragada por el colapso del trabajo como herramienta organizadora y proveedora de dignidad, por el clientelismo elaborado en red, disciplinador y aplanadora de las pequeñas insurrecciones diarias que son las que, finalmente, encienden los sueños colectivos.

Hijos y nietos de tiempos embusteros, de vidrieras de oropeles, vacías detrás. De una educación abaratada, que se extendió en tiempos, en jornadas dobles, en años primarios y secundarios, para sostenerlos en caja. Para quitarlos de la calle y de la rebeldía y replicar en ellos el soldado sistémico que, en los casos de mayor fortuna, buscará su redención individual sin mirar hacia abajo. Ni hacia sus lados.

“Más de la mitad de los jóvenes tiene problemas serios de inserción social”, dicen los títulos que dicen los informes. El problema es cómo conciliar la inserción en una sociedad que ha sido formulada, durante todas las décadas de la infamia, para eyectarlos, para fronterizarlos con gendarmería y prefectura si es necesario.

Son cerca de dos millones y medio entre los que dejaron la escuela (o bien la escuela los abandonó a mitad del camino, justo en medio del río, cuando la soledad es inmensa y la nada aterriza con las peores valijas), los que no encuentran trabajo y los que ni siquiera salen a buscarlo. Porque el trabajo implica una organización interna que la mayoría desconoce. Porque hay que llegar todos los días a una hora determinada y quedarse ocho o diez más. Y demasiadas veces no se logra. Porque la paga es ínfima (generalmente los trabajos son en negro o de una informalidad devastadora) y siempre es menor de lo que ofrecen los transas.

El desempleo entre ellos triplica la tasa nacional y la precariedad de las ocupaciones eventuales los arroja al mundo sin defensa sindical, sin cobertura de salud, a merced de la marea de explotación, de dientes que se caen (o se quitan) porque un tratamiento de conducto es una pretensión de clase y de porvenir que se marchita, quemado bajo las olas de enero en las calles como hornos de las barriadas.

Hijos de la fatalidad

Tienen entre 18 y 24 y el Estado captó que no estudian ni trabajan (el desprecio los nombró “ni-ni” y los confinó en los márgenes), que a veces estudian a duras penas o trabajan a duras penas, que de un momento a otro pasan a estar fuera de todo sistema aunque, en verdad, nunca estuvieron dentro. Sino apenas en el umbral donde las puertas sólo se abren desde adentro y sólo para algunos.

Son, justamente, los hijos y los nietos de la fatalidad. De un destino que cada uno asume como propio e inmodificable. La escuela no enseña a virar el rumbo y los proyectos de vida están condicionados por los corsets del sistema. La búsqueda de sentido es ampliamente superadora de la incentivación a través de un subsidio.

Si bien las urgencias de la devastación hacen imprescindibles los programas sociales agudos, la cronificación del subsidio en dinero implica la clientelización. Pero también una transferencia de ingresos ineficaz por descarnada de programas a largo plazo y carente una educación transformadora que prepare para torcer el destino.

Algo más de un millón y medio de chicos y chicas de 18 a 24 años entrarían en el diagrama pensado por el Gobierno Nacional, en un intento de integrarlos a alguna de las patas del sistema a través de un incentivo de 600 pesos. Más allá de los 900.000 (según el ex ministro de Desarrollo Social Daniel Arroyo) que no integran ni el mercado laboral ni el sistema educativo, otros 500.000 siguen apenas sostenidos por la educación desde hogares de extrema precariedad.

El problema es que todos ellos saben que pasar por la escuela no les cambiará la vida ni les construirá un mundo simbólico más allá de la esquina y el faso. El problema es que la decisión de no continuar quemando generaciones y apagando a baldazos esa chispa genuina de insurgencia, no pasa exclusivamente por el dinero. Que si no se contextualiza con transformaciones educativas y programas agresivos, no será más que un drenaje por las cañerías del consumo (de todos los consumos) sin cambiar una sola vida.

Lánguidos de sentido

Son 1.555.817 jóvenes enfocados por el Estado y 11 mil millones de pesos para distribuir.

El 45,6% de los jóvenes de 18 a 24 años está desocupado. O empleado precariamente. Otro 19% está inactivo. Un gran porcentaje son mujeres con niños.

600 pesos es el monto del subsidio. La condición es volver a la escuela.

500 pesos cuesta un celular barato. O un jean. O unas zapatillas. Buenas llantas que ayuden a sostenerse en la calle.

3.575.571 (Unicef) son los incluidos en la Asignación Universal por Hijo.

Serán más de cinco millones de niños y jóvenes subsidiados para 2014.

Por más que se busque en programas oficiales y plataformas electorales, por más que se googlee y se hurgue en los archivos de los ministerios no se encuentra la llave para desactivar el desencanto. Ni el encendido para la furia transformadora que cada uno trae como un chip a la hora de nacer.

Hasta ahora no hay más que expedientes grises para tiempos lánguidos de sentido.

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