domingo, 9 de febrero de 2014

Competitividad y salarios, un falso dilema 

por Fernando Rosso 
Los alegados problemas de competitividad de la economía argentina están íntimamente ligados a la ausencia de inversión en tecnología, además de infraestructura, transporte, comunicaciones o investigación y desarrollo; es decir a su (no) desarrollo atrasado y dependiente. Y eso, pese a que las ganancias dejaron un amplio margen entre las principales empresas.

La discusión sobre la competitividad de la economía argentina está en el centro del debate económico y político, en el marco de la violenta devaluación que digitó el gobierno que llevó el precio del dólar a alrededor de los 8 pesos. Incluso uno de los argumentos del gobierno fue que la devaluación fue necesaria para recuperar competitividad.

El debate se desarrolla con más intensidad y una importante carga ideológica cuando está por abrirse una nueva ronda de paritarias. Puede afirmarse que el debate mismo ya es parte constitutiva de la negociación, en tanto pretende instalar en el sentido común y en la conciencia colectiva la concepción de que la falta de competitividad es responsabilidad de la llamada “puja distributiva”, y en consecuencia de los trabajadores que reclaman salarios “excesivos”. Ya desde el vamos la disputa es desigual. La información sobre los ingresos y salarios de los trabajadores es pública y transparente. Todo el mundo sabe que la mitad de los trabajadores gana menos de los $4.000, que cerca del 80% de los jubilados vive (si puede) con $ 2.477; y cuando se larga la ronda de paritarias, periodistas, abogados, investigadores y opinólogos de todo tipo y color, discuten en torno a si el salario básico de la maestra, el trabajador de la UOM o el camionero es “justo” y si corresponde o no determinado porcentaje de aumento. La contrapartida de esta publicidad absoluta es el secreto en la información sobre las ganancias y utilidades empresarias, que incluso llega a institucionalizarse y legalizarse bajo la forma del “secreto comercial”. El derecho a ese secreto del que gozan unos, en contraposición a la obligación indignante a la publicidad en torno a las necesidades mínimas en la vida privada de los otros, reafirma el carácter desigual de esta sociedad.

Pese a esto, hay estudios que permiten desenmascarar algunos aspectos de toda esta producción ideológica.

En un documento de debate de julio de 2013, el investigador del CIFRA (Centro de Investigación y Formación de la República Argentina – CTA – http://www.centrocifra.org.ar/), Pablo Manzanelli, demostró que los problemas de competitividad de la economía argentina, no tenían como causa central los “desbordes” en los reclamos salariales.

Parte de afirmar que la evidencia empírica demuestra que en el periodo 1958-2005 se advierte que más allá de los diversos patrones de acumulación (o “modelos económicos”), las devaluaciones implementadas en el marco de la administración Frondizi, la del gobierno de facto de Onganía, la del Rodrigazo, la de las primeras políticas de la última dictadura militar, la de fines de la década del ochenta y la que se llevó adelante luego de que explotó la convertibilidad, todas sin excepción, provocaron una contracción significativa del poder adquisitivo del salario.

Eso es lo que se busca con las devaluaciones, que el aumento en el tipo de cambio nominal, derive en un aumento en el tipo de cambio real, vía la aceleración de la inflación por encima del aumento de los salarios. Es una forma de recuperar competitividad, maximizando la explotación de la fuerza de trabajo, lo que no quiere decir que la ausencia de competitividad se produzca por la “responsabilidad (o irresponsabilidad) social” de quienes pugnaron por mejorar sus ingresos en las paritarias. La devaluación kirchnerista no será distinta en sus efectos a todas las que existieron en la historia nacional.

Manzanelli parte de reconocer que luego de la formidable transferencia de ingresos que devino con la devaluación del 2002, el sendero evolutivo posterior del costo laboral registró una importante recuperación en el periodo. Sin embargo, hasta el 2012 apenas superaba en 8,6% el nivel del 2001 (base=100), un aumento que fue ampliamente compensado por el ritmo de la productividad. El trabajo llega a la conclusión de que “los aumentos en los ritmos de crecimiento de la productividad en el marco de la posconvertibilidad no sólo compensaron la recuperación del costo laboral, sino que lo superaron: si bien el costo laboral creció el 8,6% en el período 2001-2012, la productividad ascendió el 33,3% (2001-base=100). De allí que el costo laboral unitario haya caído el 18,5%”.

Y más contundentes son los datos si se toma el periodo de 2007-2012 cuando el costo laboral subió el 12,7% (en el marco de la puja distributiva) y la productividad el 20,1%. En efecto, a pesar de los recurrentes reclamos empresariales, el costo laboral unitario cayó el 6,2% entre 2007 y 2012.

El costo laboral unitario indica justamente, los costos salariales por unidad producida y permiten medir la productividad por trabajador. Cualquiera que conozca y estudie la vida cotidiana en el mundo laboral o fabril, conoce las consecuencias de estos números “macro” en la condiciones de trabajo y salubridad de los trabajadores. No existe un estudio del aumento de la tasa de enfermedades y consecuencias físicas de este acrecentamiento de la productividad en base las mayores exigencias a la fuerza de trabajo, si lo hubiese arrojaría resultados sorprendentes. “Los rotos” fue el rótulo popular que tiene esa franja de trabajadores con graves problemas de salud, relacionados directamente con su actividad laboral.

Esto es así porque como también muestra el investigador de CIFRA, “las firmas industriales que integran la elite empresaria local (las 500 compañías de mayor tamaño del país) incrementaron notablemente sus niveles de rentabilidad y redujeron su tasa de inversión durante la posconvertibilidad. Más específicamente, las utilidades sobre el valor agregado de los oligopolios manufactureros alcanzaron el 33,1% en el período 2002-2010, más del doble que bajo el esquema de caja de conversión (14,5% entre 1993 y 2001). A pesar de ello, la inversión bruta sobre el valor agregado se redujo del 18,5% al 11,1% entre ambos períodos”.

Es decir que la Argentina de la “lucha contra las corporaciones”, las utilidades fueron más del doble que bajo el menemismo y la inversión en se periodo se redujo alrededor de un 40%. De hecho, la tasa de inversión fluctuó apenas en torno del 10-12% entre 2007 y 2010 cuando las ganancias, tras alcanzar un pico máximo en 2007 (39,9%), se ubicaron en el orden del 30% sobre el valor agregado en 2010 (un margen medio de beneficios que más que duplicó al registro medio de la década de 1990).

Los datos demuestran que los alegados problemas de competitividad de la economía argentina están íntimamente ligados a la ausencia de inversión en tecnología, además de infraestructura, transporte, comunicaciones o investigación y desarrollo; es decir a su (no) desarrollo atrasado y dependiente. Y eso, pese a que las ganancias dejaron un amplio margen entre las principales empresas. El autor lo define como la paradoja de la “reticencia inversora”, a nosotros no nos gustan los eufemismos y preferimos llamarlo por su nombre: capitalistas en un país semi-colonial. Por lo tanto, ante las paritarias, cuando cualquier trabajador escuche el argumento “patriótico” de que el aumento de salarios perjudica la “competitividad”, en primer lugar que se agarre los bolsillos y en segundo que se prepare para resolver por el único medio que se resuelven las cosas en esta sociedad cuando un “derecho” (a la ganancia absoluta) se choca contra otro derecho (al salario): a través de la fuerza y de la lucha.

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